Hace unos días me desperté en casa de mis padres, en mi adoradísima cama diminuta, a una hora de esas que no deberían aparecer en los relojes. Me duché, me vestí, me peiné... y bajé a la cocina a tomarme un café.
Siempre que tomo café en casa de mis padres, miro por la ventana de la cocina. Creo que es lo único bueno de madrugar, mirar por esa ventana y ver enfrente las dos casitas donde crecí, los dos sitios donde más feliz he sido y con la gente que más quiero. Es una manera bonita de empezar el día.
Y este lunes, además, pasó una cosa. Estaba mirando por la ventana cuando de repente se me formó un nudo en la garganta, se me secó la boca y empecé a sudar frío. ¿Por qué? El autobús del cole.
Apareció por la carretera de Santa Cecilia, acercándose cada vez más rápido a la curva del llorón. Pasó por delante de la casa de colorines, aceleró en la recta antes de llegar a la casa donde el sol se esconde (y donde me escondía yo, y aún me escondo a veces). Lo imaginé pasando frente al campo de Anita, frenando delante de una marquesina blanca, recogiendo dos niñas, otra, otra más, y esperando por nosotros... hasta que llegábamos corriendo, los tres, acalorados y muertos de vergüenza.
Ver el autobús del cole llegar por la carretera de Santa Cecilia significaba no llegar a tiempo a la parada. Significaba tener que tragarte la última galleta, coger la mochila y correr como si nos persiguiera la bruja mala de la Bella Durmiente (la peor de todas), todo ello en 20 segundos, para llegar al primer escalón del bus justo antes de que la puerta se cerrara. Significaba pasar un corte frente a otros 30 niños, o morir derretido por la vergüenza si el conductor te reñía en voz alta delante de todos ellos (entonces, para mí, el miedo era eso).
El nudo en la garganta de este lunes me recordó ese miedo, como si volviera a tener 12 años y el café fuera Nesquick con galletas empapuzadas, esas que tanto me gustan aún ahora. Tuve la sensación vívida de que el bus pasaba por delante de un llorón que aún estaba vivo, el viento aún no había acabado con él. En casa de colorines aún resonaban los pasitos rápidos y las risas de tres niños, la casa donde el sol se esconde (entonces, mi sol vivía aún allí) en la que se escuchaba esa risa que aún hoy puedo escuchar, si aparto lo que sobra en mi cerebro y me concentro.
Sobran muchas cosas. Ya no jugamos con las cabras que Anita llevaría a ese campo dos horas más tarde, ni cruzamos el prado corriendo delante de tres ocas furibundas, ni pescamos renacuajos en el lavadero con un colador viejo. Las niñas (dos, una, otra más) se perdieron en la distancia que dan los años. Algunas, otras aún hoy nos encontramos; a veces, incluso nos buscamos.
Yo personalmente creo que no he cambiado demasiado. Sigo teniendo miedos que después, con el tiempo, me parecen tonterías. Sigo contando con Enrique y Carmela para pasar juntos por los mejores y peores momentos de mi vida (antes era el miedo a llegar tarde al autobús, luego fueron otras cosas, y otras que serán), y sigo considerando que mi casa es ese triángulo de edificios.
Mi miedo ahora es perder ese norte, sin darme cuenta. Pero seguramente, con el tiempo, tener miedo de esto también me parecerá una tontería.
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